jaramillo, pedro - l..
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Decimocuarto domingo 1. Por los caminos de la sencillez (Zac 9,9-10) Canto de Zacarías a la sencillez y a los sencillos. La senci de su propio rey produce la alegría de Sión; la modestia de su soberano arranca el canto de Jerusalén. La elección de una borrica para la entrada gloriosa después de la victoria deja atrás los carros y las caballerías. Aquella escena desconcertante produce la alegría y el gozo. Pero, la sencillez no es, sin embargo, simpleza. Sencillamente, con el estilo de quien no busca el estruendo, el rey modesto y sencillo realiza con eficacia su tarea liberadora, destruyendo los símbolos de opresión: los carros y los caballos, los arcos de los guerreros. Todos los medios violentos pensados para «imponer» la paz. Sin ellos, por haberlos destruido, el rey manso y sencillo «dictará la paz a las naciones y dominará hasta el confín de la tierra». Un reino de sencillos y modestos al servicio de una aut paz, no impuesta con la violencia. Una paz acogida como don y construida con el tesón de quien cree en la sencilla bondad del corazón.
2. Nuestra deuda es con el Espíritu (Rom 8,9.11-13) Somos deudores con quien nos ha dado, con quien ha puesto a nuestro alcance el don de la vida nueva. Más que deber, nos debemos, porque no podemos responder tan sólo con unos bienes externos: «No estáis sujetos a la carne, sino al Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros». La «carne y el Espíritu» significan en Pablo dos estilos de vida-, la fundada en la debilidad de nuestra propia condición humana (la carne); la misma vida de Dios, participada en nosotros de manera personal (el Espíritu). La vida en el Espíritu ya no está sometida a la debilidad humana ni a su más dramática expresión, «la muerte»: «Dios vivificará también vuestros cuerpos por el mismo Espíritu que habita en vosotros». Frente a toda debilidad caduca, la promesa de una vida en plenitud. Demasiado horizonte para una vida tan pequeña. A quien se lo debamos como don, nos debemos nosotros mismos. No es ciertamente la carne la que nos abre este horizonte de vida. No podemos contentarnos con una vida camal, acostumbrándonos a nuestra propia debilidad y de ella haciendo la ley. Nuestra deuda es con el Espíri Una deuda paradójica, pues ella misma redunda en paga para nosotros: «Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis».
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2. Nuestra deuda es con el Espíritu<br />
(Rom 8,9.11-13)<br />
Somos deudores con quien nos ha dado, con quien ha<br />
puesto a nuestro alcance el don de la vida nueva. Más<br />
que deber, nos debemos, porque no podemos responder<br />
tan sólo con unos bienes externos: «No estáis sujetos a<br />
la carne, sino al Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita<br />
en vosotros».<br />
La «carne y el Espíritu» significan en Pablo dos estilos de<br />
vida-, la fundada en la debilidad de nuestra propia condición<br />
humana (la carne); la misma vida de Dios, participada<br />
en nosotros de manera personal (el Espíritu).<br />
La vida en el Espíritu ya no está sometida a la debilidad<br />
humana ni a su más dramática expresión, «la<br />
muerte»: «Dios vivificará también vuestros cuerpos por<br />
el mismo Espíritu que habita en vosotros». Frente a toda<br />
debilidad caduca, la promesa de una vida en plenitud.<br />
Demasiado horizonte para una vida tan pequeña. A<br />
quien se lo debamos como don, nos debemos nosotros<br />
mismos. No es ciertamente la carne la que nos abre este<br />
horizonte de vida. No podemos contentarnos con una<br />
vida camal, acostumbrándonos a nuestra propia debilidad<br />
y de ella haciendo la ley. Nuestra deuda es con el Espíri<br />
Una deuda paradójica, pues ella misma redunda en paga<br />
para nosotros: «Si con el Espíritu dais muerte a las obras<br />
del cuerpo, viviréis».