JESUS y EL ESPIRITU
JESUS y EL ESPIRITU JESUS y EL ESPIRITU
576 Jesús y el Espíritu En las Pastorales se ve que la creatividad de la experiencia religiosa en el presente ha sido anulada casi por entero por el deseo de mantener la herencia del pasado. Es cierto que en Juan la experiencia religiosa sigue siendo fresca y vital, pero ha desaparecido la tensión escatológica, y la confrontación entre vida y muerte se ha simplificado en la neta alternativa del o-esto-o-lo otro de la fe. L 59.2. La esencia específica de la experiencia cnstiana reside, ante todo, en la relación entre Jesús y el Espíritu. Es esta relación la que nos capacita para llamar «cristiana» a toda la gama de experiencia religiosa que hemos mencionado. Es esta relación la que da continuidad a las diversas experiencias de los distintos creyentes con respecto a las experiencias de Jesús mismo. A esta relación es a la que se debe el dinamismo de la experiencia cristiana. Aquí es donde se consigue, si es que en algún lugar se alcanza, el ponerse en contacto con la «esencia del cristianismo». Esta es la relación que, ya vimos, forjaba lo específico de la propia experiencia de Jesús tanto de filiación como de Espíritu. Y de esta relación es de la que se ocupan las dos exposiciones más profundas dedicadas a la experiencia religiosa en el Nuevo Testamento (las de Pablo y Juan), presentándola como lo distintivo de la experiencia cristiana. Jesús experimentó el Espíritu y la filiación de un modo directo e inmediato, pero tanto para Pablo como para Juan la experiencia cristiana no es experiencia de Espíritu y filiación sin más, sino experiencia del Espíritu de filiación, del Espíritu del Hijo, y del otro Paráclito. La experiecia de Jesús con Dios, tal y como la vemos expresada aquí y allí en los evangelios, es, pues, algo decisivo para la experiencia cristiana posterior, no en el sentido de que Jesús aparezca como el primer cristiano, sino, más bien, como aquel cuya relación con el Espíritu en cuanto hijo de Dios se continúa y desarrolla pasando por la muerte hasta llegar a la vida resucitada. Gracias a este acontecimiento incomparable Jesús obtuvo el poder viviíicante del Espíritu y éste se hizo claramente el poder vivificante del Jesús crucificado y resucitado. Por consiguiente, el Espíritu refleja el carácter de este Cristo, de todo el Cristo, de modo que la experiencia carismática es esencialmente experiencia de la gracia de Dios en cuanto manifestada en Cristo, y la experiencia de la tensión escatológica es concretamente experiencia del Cristo como Crucificado y Resucitado, experiencia de poder en debilidad, de vida a través de muerte.
Conclusián 577 59.3. Al fijarnos en la dimensión comunitaria de la experiencia religiosa en las dos primeras generaciones cristianas, nos encontramos, al menos, con cuatro modelos diferentes, que, quizás puedan servir de pautas de las diferentes respuestas al acontecimiento de Cristo; respuestas posibles a los creyentes entonces (y ahora). En primer lugar, tenemos a Lucas con su exultación acrítica ante la vitalidad de las experiencias carismáticas y extáticas de la primera generación. Su exposición excita y entusiasma, pero como disimula los problemas resultantes y casi ignora las tensiones y tiranteces características de aquel tiempo, quiere decir que su modo de ver las cosas no ofrece modelo permanente o norma para la experiencia cristiana individual o comunitaria. Los que intenten tomar a los Hechos como modelo, pronto se encontrarán con las cuestiones que Lucas rehuyó. En segundo lugar, nos encontramos con el concepto paulino de comunidad carismática, o sea, de una Iglesia formada y existiendo como comunidad, como el cuerpo de Cristo; todo ello gracias a la experiencia compartida del Espíritu y mediante las distintas manifestaciones de ese Espíritu en palabras y servicios ocasionales y regulares; la perspectiva de Pablo es la de una Iglesia cuya autoridad radica preponderantemente en el apóstol y el carisma, una Iglesia en la que estas dos realidades pueden ser analizadas por todos mediante los criterios de la tradición evangélica, del amor y del bien de la Iglesia. No podemos responder a la cuestión de si esta idea se llegó a realizar por algún tiempo. Una debilidad seria y hasta quizá grave fue que Pablo, probablemente, no pensó que sobrepasaría la primera generación (la última para él). No era candente para él, en modo alguno, el problema de la continuidad más allá de la generación de los apóstoles. En tercer lugar, se da la respuesta de las Pastorales para la situación pospaulina, donde queda poco lugar para la vitalidad lucana o para la perspectiva paulina. Aquí casi se ha ahogado la voz viviente de la profecía, siempre vivificadora para el cuerpo. Todo parece subordinado a la conservación de la tradición kerígmática y existe ya el gran peligro de que la tradición se convierta en una camisa de fuerza, quedando el Espíritu secuestrado por el oficio y la institución. En cuarto lugar, está Juan. Los escritos joánicos proceden de un tiempo en el que el catolicismo primitivo de las Pastorales y de Clemente empezaban ya a configurar el estado futuro de 37
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En las Pastorales se ve que la creatividad de la experiencia<br />
religiosa en el presente ha sido anulada casi por entero por el<br />
deseo de mantener la herencia del pasado. Es cierto que en Juan<br />
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la tensión escatológica, y la confrontación entre vida y<br />
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otro de la fe. L<br />
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ante todo, en la relación entre Jesús y el Espíritu. Es esta relación<br />
la que nos capacita para llamar «cristiana» a toda la gama de<br />
experiencia religiosa que hemos mencionado. Es esta relación la<br />
que da continuidad a las diversas experiencias de los distintos<br />
creyentes con respecto a las experiencias de Jesús mismo. A<br />
esta relación es a la que se debe el dinamismo de la experiencia<br />
cristiana. Aquí es donde se consigue, si es que en algún lugar<br />
se alcanza, el ponerse en contacto con la «esencia del cristianismo».<br />
Esta es la relación que, ya vimos, forjaba lo específico de<br />
la propia experiencia de Jesús tanto de filiación como de Espíritu.<br />
Y de esta relación es de la que se ocupan las dos exposiciones<br />
más profundas dedicadas a la experiencia religiosa en el Nuevo<br />
Testamento (las de Pablo y Juan), presentándola como lo distintivo<br />
de la experiencia cristiana. Jesús experimentó el Espíritu<br />
y la filiación de un modo directo e inmediato, pero tanto para<br />
Pablo como para Juan la experiencia cristiana no es experiencia<br />
de Espíritu y filiación sin más, sino experiencia del Espíritu de<br />
filiación, del Espíritu del Hijo, y del otro Paráclito. La experiecia<br />
de Jesús con Dios, tal y como la vemos expresada aquí y<br />
allí en los evangelios, es, pues, algo decisivo para la experiencia<br />
cristiana posterior, no en el sentido de que Jesús aparezca como<br />
el primer cristiano, sino, más bien, como aquel cuya relación<br />
con el Espíritu en cuanto hijo de Dios se continúa y desarrolla<br />
pasando por la muerte hasta llegar a la vida resucitada. Gracias<br />
a este acontecimiento incomparable Jesús obtuvo el poder viviíicante<br />
del Espíritu y éste se hizo claramente el poder vivificante<br />
del Jesús crucificado y resucitado. Por consiguiente, el Espíritu<br />
refleja el carácter de este Cristo, de todo el Cristo, de modo que<br />
la experiencia carismática es esencialmente experiencia de la<br />
gracia de Dios en cuanto manifestada en Cristo, y la experiencia<br />
de la tensión escatológica es concretamente experiencia del Cristo<br />
como Crucificado y Resucitado, experiencia de poder en debilidad,<br />
de vida a través de muerte.