001-360 Golondrinas Montecassino.qxd ... - Tusquets Editores
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HELENA JANECZEK<br />
LAS GOLONDRINAS DE MONTECASSINO<br />
Traducción del italiano de Juan Manuel Salmerón
Mi padre estuvo en <strong>Montecassino</strong>, combatió con el Segundo<br />
Cuerpo de Ejército polaco al mando del general Anders. Lo<br />
hirieron cerca de Recanati, cuando remontaban el Adriático hacia<br />
Bolonia. Convaleció en una casa colonial en la que conoció<br />
a una chica de las Marcas. Mi madre, la razón por la que se quedó<br />
en Italia.<br />
Italia, el motivo por el que, más de sesenta años después, hablando<br />
por teléfono, tengo que deletrear mi apellido. El taxista,<br />
que me oye, me pregunta si soy polaca, como él.<br />
—¿Sabía que los soldados polacos que se casaban con italianas<br />
perdían el derecho a la ciudadanía que los ingleses otorgaban<br />
a quienes los habían ayudado a luchar contra los nazis?<br />
—le pregunto, viendo al final de la calle el paso elevado que<br />
marca el final de Milán.<br />
No, el taxista no lo sabe.<br />
Le cuento que los polacos se exiliaron a los más remotos rincones<br />
del planeta, a Argentina, a Australia. Cuando acabó la<br />
guerra sólo se quedaron en Italia unos cuantos, doscientos más<br />
o menos, sin contar los miles que yacían sepultados al pie de la<br />
abadía benedictina. En este medio siglo esos pocos supervivientes<br />
han cuidado del cementerio, han transmitido el recuerdo de<br />
la batalla, han mantenido vivo el vínculo con Polonia.<br />
—¿Ha estado en Polonia? ¿Conocen aún allí la canción de<br />
las amapolas rojas de <strong>Montecassino</strong>, «Czerwone maki na Monte<br />
Cassino»?<br />
El día había empezado mal: tren con retraso, taxi para llegar<br />
a tiempo, discusión con el de la compañía telefónica... Pero pa-<br />
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ece que empieza a mejorar. En Via Corelli me arranco a cantar<br />
la canción, y el taxista me acompaña en el estribillo.<br />
—Do widzenia! —me despido, doy más propina de lo habitual<br />
y me dirijo al trabajo canturreando.<br />
Así podría haber sido aquella mañana de otoño si se me hubiera<br />
ocurrido todo eso. Pero la verdad es que no le conté al<br />
taxista que mi padre combatió en <strong>Montecassino</strong>. Lo único que le<br />
dije es que era polaco, y no sé qué más, le contesté cualquier cosa<br />
para satisfacer su curiosidad: «¿De dónde es su padre? ¿Cuánto<br />
lleva usted en Italia? ¿Tiene parientes en Polonia? ¿Dónde viven?<br />
¿Sigue viéndolos? ¿Cómo es que no habla polaco?».<br />
Procuraba dar respuestas creíbles, pagaba con mentiras torpes<br />
la verdad de la primera respuesta. Me atribuí una madre italiana<br />
solamente para justificar mi poco conocimiento del polaco,<br />
pero no calculé las demás preguntas. Y me complicaba cada vez<br />
más contestando medias verdades, y descubriendo lo difícil que<br />
es inventar cuando nos vemos obligados a ello, y que mentir por<br />
mentir es absurdo. Quizá el hombre que me preguntaba no se<br />
daba cuenta de que le mentía, quizá sólo yo lo sabía. Yo conocía<br />
el abismo que había entre lo que contaba y lo que callaba,<br />
y lo frágil que era el escudo de palabras con el que me protegía<br />
sin necesidad.<br />
Habría bastado una sola palabra —<strong>Montecassino</strong>— para que<br />
me viera armada y uniformada. Habría bastado que yo conociera<br />
de primera mano la canción de las amapolas rojas de <strong>Montecassino</strong>,<br />
en lugar de haberla escuchado en un reportaje sobre<br />
la conquista polaca de la abadía derruida, cantada por la voz<br />
tenoril de Adam Aston, quien ya era popularísimo antes de la<br />
guerra y quedó inmortalizado en películas románticas cuyo protagonista<br />
toma de la mano a la protagonista al lánguido son de<br />
un tango que entona el señor de frac de la banda zíngara. Habría<br />
bastado saber que este cantante se llamaba en realidad Adolf<br />
Loewinsohn, era un judío originario de Varsovia, trabajó en un<br />
teatro en Lviv en 1939 y abandonó la Unión Soviética en 1942<br />
con el ejército del general Anders. Su mayor acto patriótico, con<br />
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todo, fue grabar esa canción en recuerdo de los compañeros caídos<br />
entre amapolas en 1944, en Roma.<br />
También mi padre cantaba bien y era judío polaco. Como<br />
mi madre, mis abuelos, mis tíos y todos los parientes que quedaron<br />
en Polonia: que quedaron muertos. Esto es lo que no quería<br />
contarle al taxista curioso, y menos aún cuando me dijo de<br />
dónde era.<br />
De Kielce: la ciudad natal del escritor Gustaw Herling, prisionero<br />
del Gulag soviético, soldado del Segundo Cuerpo de<br />
Ejército, superviviente de <strong>Montecassino</strong>. Podría habérselo comentado<br />
al taxista, pero el nombre de esta ciudad me evocaba otra<br />
cosa.<br />
Kielce: la ciudad del primer pogromo de la posguerra, de la<br />
matanza de unos ochenta judíos supervivientes del Holocausto,<br />
que decidió a mis padres a emigrar de Polonia para siempre.<br />
También mi padre, como el famoso cantante Adam Aston, se<br />
hacía llamar por otro nombre. Sólo que no era un nombre artístico,<br />
sino un seudónimo que lo ayudó a sobrevivir.<br />
Si no lo hubiera adoptado en lugar de su nombre judío, el<br />
taxista de Kielce no me habría preguntado nada.<br />
Pero el nombre falso de mi padre es mi apellido. Con él nací<br />
y me he criado, he explicado su origen mil veces, y a menudo<br />
me toman por inmigrante, por criada y hasta por mujer fácil,<br />
porque estoy en Italia y llevo un apellido eslavo. ¿Cómo voy a<br />
considerar falso algo que me ha marcado? ¿Cómo puede ser falso<br />
un nombre al que mi padre debe su vida y yo la mía? ¿Qué<br />
es una ficción cuando se encarna, cuando puede cambiar el curso<br />
de la historia, cuando actúa sobre la realidad y la realidad a su<br />
vez la modifica? ¿Qué es la mentira cuando salva?<br />
Y, entonces, ¿qué historias contar?, me pregunto. ¿Qué puedo<br />
inventar cuando sé por experiencia que entre lo verdadero y<br />
lo falso, entre realidad y ficción, media a veces la imprecisa frontera<br />
que separa la vida y la muerte? ¿Qué puedo contar cuando<br />
veo el abismo de nombres verdaderos, de nombres olvidados, de<br />
nombres perdidos, de nombres desaparecidos que se abre ante<br />
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una vida conservada gracias a un documento falso: familias enteras<br />
exterminadas, ciudadanos de todas las naciones reducidos<br />
a troncos carbonizados por las bombas, cuerpos destrozados hasta<br />
lo irreconocible, cadáveres nunca recuperados de los campos<br />
de batalla, soldados desconocidos?<br />
Yo, Helena Janeczek, que nací en Múnich, que llevo residiendo<br />
en Italia más de veinte años, que tengo origen polaco<br />
porque mis padres eran judíos polacos y sobre todo porque llevo<br />
un apellido eslavo, un día de otoño, sin buscarlo, he encontrado<br />
un lugar, un rincón en el mundo que ha dado más que<br />
un pretexto para contar, en vez de una sarta de mentiras, una historia<br />
casi mítica, al punto de que dejaría sin preguntas a quien<br />
la escuchase.<br />
En el centro de ese lugar hay una abadía, el primer monasterio<br />
que se fundó en Occidente, cuatro veces destruido. Al pie<br />
de ese monasterio está el cementerio polaco. Más abajo, en las<br />
afueras de Cassino, el cementerio de la Commonwealth. Los alemanes<br />
están enterrados en Caira, los norteamericanos en Anzio,<br />
los franceses en Venafro, los italianos en Mignano-Monte Lungo.<br />
Todos soldados caídos en la Campaña de Italia y, sobre todo,<br />
en la Batalla de <strong>Montecassino</strong>, nombre por el que se conocen<br />
las cuatro ofensivas aliadas que se sucedieron de enero a mayo<br />
de 1944. La abadía ha sido reconstruida dejando al descubierto<br />
los cimientos de un templo romano que las bombas sacaron a<br />
la luz, y el risco sobre el que se erige lo cubre una hierba tupida<br />
que esconde los últimos vestigios de la batalla. Hubo más muertos<br />
de los que reposan en los cementerios vecinos: más de treinta<br />
mil. Treinta mil entre millones. Millones de hombres que fueron<br />
sorbidos de los rincones más remotos del planeta y escupidos<br />
en el embudo de un valle entre montañas.<br />
Uno de ellos era un primo de mi madre, Dolek Szer. Y quizá<br />
también combatió un querido amigo de la familia, Emilio<br />
Steinwurzel. Ambos en el Segundo Cuerpo de Ejército polaco.<br />
Pero sólo alguien como el taxista de Kielce puede saber que en<br />
la liberación de Italia participaron polacos. Tampoco nadie se<br />
acuerda de que entre los «anglo-norteamericanos» o simplemente<br />
«norteamericanos» había canadienses y neozelandeses. Y has-<br />
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ta olvidan a los mismos italianos que lucharon en la guerra aliada<br />
como soldados del ejército regular, no como miembros de la<br />
resistencia. Por lo que nada sorprende que pocos recuerden a los<br />
indios, a los nepaleses, a los maoríes, a los argelinos, a los nipohawaianos,<br />
a los brasileños, a los senegaleses, a los judíos palestinos<br />
de la Jewish Brigade y a los demás soldados de todo el mundo<br />
que combatieron en Italia. Y combatieron en Italia, y muchos<br />
de ellos murieron en Italia, porque el torbellino que los arrastró<br />
no era sólo la guerra, sino la segunda guerra mundial.<br />
A la segunda guerra mundial se remontan mis orígenes, según<br />
la fecha que figura en un pasaporte falso. La segunda guerra<br />
mundial: una e indivisible. Remolino único que absorbe casi<br />
todos los lugares de la tierra, animales y paisajes, y que, esparciéndolos<br />
aquí y allá, une y separa a los hombres. Demasiado<br />
grande para abarcarla toda, demasiado extraños sus actores para<br />
alcanzarlos sin el vehículo de la invención. Y, sin embargo, demasiado<br />
verdaderas sus vidas y sus muertes, demasiado roídas por<br />
el olvido, para no tratar de acercarse lo más posible a las fuentes<br />
e intentar tratar de seguirlas en su paso de un continente a<br />
otro, del tiempo pasado al tiempo presente.<br />
Mi padre no combatió en <strong>Montecassino</strong> ni fue un soldado<br />
del general Anders. Pero por ese embudo de montañas y valles<br />
y ríos de la Ciociaria pasó quizá algo mío: un punto geográfico<br />
en el que me pierdo y me reencuentro, un lugar que contiene<br />
todos los lugares.<br />
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