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20.03.2013 Views

De libros electrónicos, agua seca y otras quimeras Federico Heinz* "Nomen est omen" Rápido: antes de seguir leyendo, pensá en un libro. Lo más probable es que ante ese pedido, hayas pensado en algún título, algo al estilo de “Cien Años de Soledad”, “El Capital” o incluso “Manual Práctico de Electricidad del Automotor”. Estas, y muchas otras, son respuestas tan razonables como incorrectas: esos no son libros sino, respectivamente, una novela, un tratado y un manual. Estamos confundiendo a la obra con el libro, dos entes de naturaleza y finalidad completamente distintos. Esta confusión es útil a algunos intereses, por lo que vale la pena despejarla y aclarar la relación entre estos términos. Las obras son producciones intelectuales, intangibles, distintas entre sí, elaboradas en forma individual y artesanal. Su principal insumo es el tiempo de quien la escribe, a menudo de un único autor (sin contar, por supuesto, el de los que éste leyó). La obra está íntimamente atada a sus autores, y sirve como vehículo para comunicar ideas al público lector. La naturaleza de los libros es muy distinta. Son objetos tangibles producidos en serie, industrialmente, en tiradas de miles o millones de ejemplares idénticos, que requieren una importante inversión de capital para financiar una compleja cadena de producción, logística y mercadeo. El libro y su comercialización son ajenos al autor, que a menudo ve cómo su editorial permite que su obra caiga en el olvido con tal de maximizar su retorno de inversión. La finalidad del libro no es otra, en fin, que servir como vehículo para comercializar obras al público consumidor. En realidad, esa es su finalidad en principio. La naturaleza industrial, intensiva en capital de la producción y comercialización de libros, llevó a una distorsión importante de esta idea, al punto que hoy las obras son más un vehículo de venta para los libros que al revés: la obra es la excusa para venderle al público

96 | ARGENTINA COPYLEFT otra pila rectangular más de papel industrialmente manchado y encuadernado. Porque en realidad es esto último, el libro, el objeto, lo que la industria editorial produce y vende, no obras, que son un mero insumo de su actividad. Un libro que contiene una obra popular venderá más ejemplares que otro que contiene una menos conocida, pero el precio al público no depende de las cualidades de la obra, sino de las características físicas del objeto: la calidad del papel, la impresión y el encuadernado. Un libro de tapas blandas cuesta siempre mucho menos que uno de tapas duras con la misma cantidad de páginas, independientemente de la obra que contengan. ¿Libros electrónicos? Una vez identificada la naturaleza del libro como objeto industrial, el nombre “libro electrónico”, que hasta recién nomás nos sonaba perfectamente natural, se vuelve muy disonante. ¿Cómo puede ser “electrónico” un libro, si la esencia misma del libro es ser tangible, concreto, industrial, escaso? ¿Por qué mantener la palabra “libro” en el nombre de algo que elimina al libro mismo de la ecuación? En principio, un “libro electrónico” no sería otra cosa que un archivo digital en el que se encuentra codificada una obra. No es un objeto concreto, no requiere infraestructura ni grandes inversiones de capital para producirlo ni distribuirlo. Una vez producido el primer ejemplar de una obra en soporte digital, producir nuevas copias y ponerlas al alcance de todo el mundo a través de redes P2P tiene un costo despreciable. El soporte informático permite usos que un libro no: el dispositivo que se usa para acceder a la obra puede presentarla de distintas maneras a distintos lectores: personas ciegas pueden leerla en Braille o hacer que el sistema se las lea en voz alta; personas con visión disminuida pueden leerla en letras particularmente grandes, o de alguna otra manera adaptada a su discapacidad; personas con percepciones estéticas muy delicadas pueden leer el texto en su tipo de letra y esquema de diagramación favoritos; estudiantes e investigadores pueden aplicar herramientas automáticas para hacer análisis del texto que serían prohibitivos de hacer en papel. Llamar “libros electrónicos” a estos archivos digitales es como llamar “triciclos alados” a los jets transatlánticos de pasajeros: en cierta forma los describe, pero los subestima groseramente. Esa subestimación es útil a las editoriales: pensar en términos de “libros electrónicos” limita nuestra imaginación respecto de qué podemos esperar de ellos. Libros que no son libros, por dinero que sí es dinero Cuando la industria editorial habla de “libros electrónicos,” en efecto, no habla de obras, ni de archivos digitales, habla simplemente el único lenguaje que le es propio: el de las unidades de comercialización. Frente a la perspectiva de una importante reducción del rol de sus pro-

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otra pila rectangular más de papel industrialmente manchado y encuadernado.<br />

Porque en realidad es esto último, el libro, el objeto, lo que la industria<br />

editorial produce y vende, no obras, que son un mero insumo de su<br />

actividad. Un libro que contiene una obra popular venderá más ejemplares<br />

que otro que contiene una menos conocida, pero el precio al público<br />

no depende de las cualidades de la obra, sino de las características<br />

físicas del objeto: la calidad del papel, la impresión y el encuadernado.<br />

Un libro de tapas blandas cuesta siempre mucho menos que uno de tapas<br />

duras con la misma cantidad de páginas, independientemente de la<br />

obra que contengan.<br />

¿Libros electrónicos?<br />

Una vez identificada la naturaleza del libro como objeto industrial,<br />

el nombre “libro electrónico”, que hasta recién nomás nos sonaba perfectamente<br />

natural, se vuelve muy disonante. ¿Cómo puede ser “electrónico”<br />

un libro, si la esencia misma del libro es ser tangible, concreto,<br />

industrial, escaso? ¿Por qué mantener la palabra “libro” en el nombre<br />

de algo que elimina al libro mismo de la ecuación?<br />

En principio, un “libro electrónico” no sería otra cosa que un archivo<br />

digital en el que se encuentra codificada una obra. No es un objeto<br />

concreto, no requiere infraestructura ni grandes inversiones de capital<br />

para producirlo ni distribuirlo. Una vez producido el primer ejemplar<br />

de una obra en soporte digital, producir nuevas copias y ponerlas al alcance<br />

de todo el mundo a través de redes P2P tiene un costo despreciable.<br />

El soporte informático permite usos que un libro no: el dispositivo<br />

que se usa para acceder a la obra puede presentarla de distintas maneras<br />

a distintos lectores: personas ciegas pueden leerla en Braille o hacer<br />

que el sistema se las lea en voz alta; personas con visión disminuida<br />

pueden leerla en letras particularmente grandes, o de alguna otra manera<br />

adaptada a su discapacidad; personas con percepciones estéticas<br />

muy delicadas pueden leer el texto en su tipo de letra y esquema de diagramación<br />

favoritos; estudiantes e investigadores pueden aplicar herramientas<br />

automáticas para hacer análisis del texto que serían<br />

prohibitivos de hacer en papel.<br />

Llamar “libros electrónicos” a estos archivos digitales es como llamar<br />

“triciclos alados” a los jets transatlánticos de pasajeros: en cierta<br />

forma los describe, pero los subestima groseramente. Esa subestimación<br />

es útil a las editoriales: pensar en términos de “libros electrónicos” limita<br />

nuestra imaginación respecto de qué podemos esperar de ellos.<br />

Libros que no son libros, por dinero que sí es dinero<br />

Cuando la industria editorial habla de “libros electrónicos,” en efecto,<br />

no habla de obras, ni de archivos digitales, habla simplemente el único<br />

lenguaje que le es propio: el de las unidades de comercialización.<br />

Frente a la perspectiva de una importante reducción del rol de sus pro-

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