El principe Lestat - Anne Rice
catarata de estribillos violentos y melodías incoherentes. Reclutado indistintamente por meretrices y patrocinadoras de las artes, él explotaba su atractivo: pelo ondulado y negro como el azabache, piel muy blanca, ojos azules de legendaria profundidad y labios en arco de Cupido que todo el mundo deseaba besar y tocar con las yemas de los dedos. Era alto pero chupado, de aspecto frágil aunque extremadamente vigoroso, capaz de romperle la mandíbula de un puñetazo a cualquiera que tratase de hacerle daño. Por suerte, nunca se había roto sus preciosos dedos de pianista en tales refriegas. Pero sabía que corría ese
iesgo y se había acostumbrado a llevar encima un cuchillo y una pistola. Tampoco el estoque se le daba mal y asistía, algunas veces al menos, a un establecimiento de esgrima de Nueva Orleáns. Casi siempre acababa hecho polvo, totalmente destrozado; perdía sus pertenencias, despertaba en habitaciones desconocidas, contraía fiebres tropicales, enfermaba por comer alimentos en mal estado, o por beber hasta perder el sentido. No sentía ningún respeto por esa salvaje y enloquecida ciudad colonial. No, no era París aquella repulsiva población americana. Bien podría haber sido el infierno, le
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- Page 442 and 443: manos y tiró con fuerza, como él
- Page 444 and 445: vez más que le había roto el cora
- Page 446 and 447: de mi vida! —gritó—. ¡Y ahora
- Page 448 and 449: Los dos hombres se peleaban, destro
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- Page 456 and 457: acercó a la cama. Ah, qué extraor
- Page 458 and 459: peculiar, le explicó que la tía M
- Page 460 and 461: como si estuviera soñando. Sintió
- Page 462 and 463: castaños de expresión compasiva.
- Page 464 and 465: —¿El hijo del tío Lestan? — e
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- Page 468 and 469: la mano. Los seres humanos lo mirab
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- Page 478 and 479: le pasaba lo mismo. «Qué estúpid
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- Page 482 and 483: Le dolía la cabeza. Retrocedió, t
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- Page 534 and 535: su preciosa y elegante casa de made
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iesgo y se había acostumbrado a llevar<br />
encima un cuchillo y una pistola.<br />
Tampoco el estoque se le daba mal y<br />
asistía, algunas veces al menos, a un<br />
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Orleáns.<br />
Casi siempre acababa hecho polvo,<br />
totalmente destrozado; perdía sus<br />
pertenencias, despertaba en habitaciones<br />
desconocidas, contraía fiebres<br />
tropicales, enfermaba por comer<br />
alimentos en mal estado, o por beber<br />
hasta perder el sentido. No sentía ningún<br />
respeto por esa salvaje y enloquecida<br />
ciudad colonial. No, no era París<br />
aquella repulsiva población americana.<br />
Bien podría haber sido el infierno, le