BUMERÁN CHÁVEZ

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03.12.2015 Views

* * * Cuando luego de más de cuarenta muertos, ochocientos heridos y tres mil detenidos Human Rights Watch emitió en mayo de 2014 un informe sobre los disturbios de esos meses en Venezuela, esa organización internacional hizo notar su sorpresa por lo que había visto. No era inusual que en Latinoamérica hubiera manifestaciones antigubernamentales, ni que se produjeran excesos en el uso de la fuerza por parte de elementos de los cuerpos de seguridad. Pero cuando esto último había ocurrido, los presidentes democráticos los habían condenado y se habían depurado responsabilidades; quizás no todas, pero sí algunas. La actitud del Gobierno de Venezuela era muy distinta: negaba las agresiones, se las atribuía a la oposición –la llamaba «asesina», sin aportar pruebas–, condecoraba a los cuerpos policiales más destacados en la represión y, con la consigna de Maduro de que «candelita que se prenda, candelita que se apaga», alentaba a grupos civiles armados a proseguir con su violencia. El informe de Human Rigths Watch, del que se ha extraído el relato sobre la violencia policial sufrida por el joven Willie David que encabeza esta introducción, concluyó que los abusos contra los derechos humanos no fueron casos aislados, sino que constituyeron una «práctica sistemática». Admitía que en algunas ocasiones grupos de manifestantes habían atacado las fuerzas del orden, pero constataba que la mayoría de las veces la violencia, y desmedida, había correspondido al bando policial. Su uso ilegítimo de la fuerza incluyó «golpear violentamente a personas que no estaban armadas; disparar armas de fuego, perdigones y cartuchos de gases lacrimógenos de manera indiscriminada contra la multitud, y disparar

perdigones deliberadamente y a quemarropa contra personas que no estaban armadas, incluso, en algunos casos, cuando ya estaban bajo custodia de las autoridades». Luego de los «arrestos arbitrarios», muchas personas sufrieron abusos físicos y psicológicos, dándose algunas situaciones de tortura. Además, hubo una constante violación del debido proceso, con la «asistencia cómplice» de jueces y fiscales. También se dio la detención sin pruebas del opositor Leopoldo López y, más adelante, la del alcalde metropolitano de Caracas, Antonio Ledezma. El rostro autoritario del régimen venezolano quedaba especialmente al descubierto, pero no debía haber sido ninguna sorpresa. El chavismo tenía una entraña antidemocrática. Pudo haber hecho un gran servicio a las libertades en Venezuela, como partido de izquierda que recogía las aspiraciones de miles de ciudadanos que tradicionalmente habían sido dejados al margen, pero puso en su horizonte la imposición de una revolución. Las manifestaciones de esa matriz eran múltiples: la glorificación institucional de la original intentona golpista de Chávez, celebrada cada año con desfiles; la obligación de las cadenas de radio y televisión de emitir en directo los discursos – mayores y menores, en ocasiones diarios y durante horas– del presidente, como parte de la mordaza a una libertad de prensa cada vez más famélica, o el continuo hostigamiento verbal de la oposición, en un esfuerzo por presentarla como a un enemigo frente al que hay que estar en continuo pie de guerra. El objetivo era llegar al nirvana cubano: la continuidad en el poder mediante un control social que hiciera imposible una remoción; con manipulación electoral si era necesaria, y cuando esta ya fuera insuficiente procediendo a la sustitución

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Cuando luego de más de cuarenta muertos, ochocientos<br />

heridos y tres mil detenidos Human Rights Watch emitió en<br />

mayo de 2014 un informe sobre los disturbios de esos meses<br />

en Venezuela, esa organización internacional hizo notar su<br />

sorpresa por lo que había visto. No era inusual que en<br />

Latinoamérica hubiera manifestaciones antigubernamentales, ni<br />

que se produjeran excesos en el uso de la fuerza por parte de<br />

elementos de los cuerpos de seguridad. Pero cuando esto<br />

último había ocurrido, los presidentes democráticos los habían<br />

condenado y se habían depurado responsabilidades; quizás no<br />

todas, pero sí algunas. La actitud del Gobierno de Venezuela<br />

era muy distinta: negaba las agresiones, se las atribuía a la<br />

oposición –la llamaba «asesina», sin aportar pruebas–,<br />

condecoraba a los cuerpos policiales más destacados en la<br />

represión y, con la consigna de Maduro de que «candelita que<br />

se prenda, candelita que se apaga», alentaba a grupos civiles<br />

armados a proseguir con su violencia.<br />

El informe de Human Rigths Watch, del que se ha extraído<br />

el relato sobre la violencia policial sufrida por el joven Willie<br />

David que encabeza esta introducción, concluyó que los<br />

abusos contra los derechos humanos no fueron casos aislados,<br />

sino que constituyeron una «práctica sistemática». Admitía que<br />

en algunas ocasiones grupos de manifestantes habían atacado<br />

las fuerzas del orden, pero constataba que la mayoría de las<br />

veces la violencia, y desmedida, había correspondido al<br />

bando policial. Su uso ilegítimo de la fuerza incluyó «golpear<br />

violentamente a personas que no estaban armadas; disparar<br />

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de manera indiscriminada contra la multitud, y disparar

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