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Agua y cauce<br />
—Por todo eso, amigo mío, me exasperan los pujos nobiliarios<br />
de esos cuatro pelagatos y los salones más o menos herméticos<br />
para quien no posea comprobado abolengo. Sobre todo porque sé<br />
muy bien con qué facilidad se abren de par en par las puertas de<br />
esos salones cuando quien toca a ellas trae la cartera hinchada,<br />
así sea hijo de Ña Narcisa y don Mataperros. Y rechazo la moral<br />
de unas cuantas rugosas virginidades defendidas aparatosamente<br />
y conservadas con largas novenas a san Antonio, y me cago en la<br />
reputación de otros tantos señoritos que adquieren en su juventud<br />
la sífilis en los burdeles y la transmiten luego con impecable<br />
distinción a sus cónyuges y aumentan de ese modo las filas del<br />
mantuanismo criollo con la cuota de su vástagos patulecos.<br />
Oyarzábal no tiene nada que añadir. Ha quedado con la garganta<br />
seca como los oradores de orden y sale disparado en busca de un<br />
trago. El whisky hace brillar pupilas como los faroles del patio. Una<br />
matrona voluminosa sueña plácidamente con Douglas Fairbanks<br />
arrellanada en un sillón. Un jovenzuelo de bigoticos canta en el<br />
buffet La Violetera con voz de falsete (se cree Raquel Meller). Pasa<br />
un caballero muy serio buscando a su hija. Robledillo lo divisa y lo<br />
auxilia:<br />
–¡Julieta está en la azotea!<br />
Y, cuando va un poco más lejos, le recomienda:<br />
–¡Tosa en las escaleras!<br />
Decido largarme. No he vuelto a bailar y los músicos rumian<br />
ahora un tango gelatinoso y plañidero que parte el alma. Mientras<br />
camino hacia la puerta del club, escucho gritos airados provenientes<br />
de un salón lateral y veo salir a un hombre, con la pechera del frac<br />
hecha un trapo y un ojo amoratado, que grita tratando de zafarse<br />
de los brazos que lo contienen:<br />
—¡Es que los venezolanos somos muy machos!<br />
En la calle sopla una brisa fresca que baja de La Pastora. Catedral<br />
canturrea las cuatro y ya transitan las calles algunos hombres que<br />
van al trabajo. Un arriero madrugador desespera, con su recua<br />
de honestos borricos, a los panzudos automóviles que parten del<br />
club. Un campesino trae a cuesta su carga deliciosa de rosas de<br />
Galipán e inunda la esquina con el perfume discreto de las flores.<br />
Los mozalbetes salen en tropel del club y se incrustan en grupos de<br />
cinco o seis en los automóviles de menor tonelaje que corresponden a<br />
los hijos de familia. Algunos envían sus hermanas a casa y quedan<br />
esperando el regreso del vehículo, para poner la fiesta como Dios<br />
manda. Otros traen en el bolsillo trasero del pantalón la botella de<br />
brandy que sustrajeron, con prometedora habilidad, de la cantina<br />
del club.<br />
Se despiden tiernamente de sus novias y luego gritan a los amigos:<br />
—¡Esta noche la ponemos, mi vale! ¡Donde la Negra Socorro!<br />
—¡Vamos raspando, viejo! ¡P’al Luna Park!<br />
He regresado, solitario y a pie, recorriendo lentamente las calles<br />
en claroscuro. He llegado a mi casa cuando ya comienza a burbujear<br />
el bullicio ciudadano. Y he permanecido largo rato a la puerta<br />
contemplando cómo la mañana se metía en el penacho gris de mi<br />
cigarrillo y pensando en las cosas amables que mis ojos vieron en<br />
esta noche de esparcimiento social.<br />
<strong>Miguel</strong> <strong>Otero</strong> <strong>Silva</strong><br />
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